José Luis de Azcárraga en su libro «El corso marítimo» define el ejercicio de corso como «empresa naval de un particular contra los enemigos del Estado, realizada con el permiso y bajo la autoridad de la potencia beligerante, con el exclusivo objeto de causar pérdidas al comercio enemigo y entorpecer al neutral que se relacione con dichos enemigos».
De esto deducimos que para la potencia enemiga son piratas, pero para el propio país pueden llegar a ser considerados héroes nacionales (como sucedió en Holanda con Piet Heyn y en Inglaterra con Drake).
En el territorio español encontramos cuatro zonas en las que se practicó el corso: el Mediterráneo, el Cantábrico, Dunquerque (flamencos) y Las Antillas. Yo me centraré en la zona cantábrica.
Los puertos de mayor concentración de corsarios fueron: San Sebastián y Fuenterrabía. Le siguieron en orden de importancia: Bilbao, Santoña, Laredo, La Coruña, Vigo y Llanes. Tras la paz de los Pirineos, muchos corsarios flamencos recalaron en las costas gallegas para armar barcos o formar parte de las tripulaciones.
La mayor parte de los armadores eran nobleza de título que intentaban asegurarse un beneficio económico, entre ellos figuraron el duque de Medina Sidonia que armó barcos en 1675 y 1691; el marqués de Villamanrique en 1676; o bien, burgueses que buscaban ennoblecerse como don Alonso Idiáquez en 1636, siendo por aquel entonces superintendente de Fábricas y Plantíos y superintendente de la Escuadra del Norte y don Francisco Zárraga Beográn. Felipe IV se mantuvo al margen por considerarlo poco propio; sin embargo, Carlos II, no sólo participó sino que animó a la nobleza a fletar naves corsarias.
Los barcos debían ser rápidos y ligeros, como los bergantines y las goletas, aunque en muchas ocasiones llegaron a ser pequeñas naves de cabotaje. Esto limitaba el radio de acción ya que las naves, al ser pequeñas, no podían cargar con mucho alimento para tantos hombres y había que dejar espacio para el botín robado. En contrapartida, los barcos pequeños, de escaso calado, les permitían remontar la desembocadura del Loira o sortear la costa francesa de escaso calado.
El corso fue una empresa comercial por el costo de la nave, que venía a tener una vida entre tres y cinco años; por la adquisición de pertrechos, lona, pólvora, alquitrán… que no siempre había en España, pues su producción era insuficiente para la demanda que había; y por los hombres, que escaseaban, por lo que en algunas dotaciones se admitía extranjeros.
Dentro de la guerra de corso, don Alonso de Idiáquez, uno de los mayores armadores, presentó varios proyectos para actuar conjuntamente la Armada Real y los corsarios, algo que ya habían puesto en práctica los corsos de Dunquerque con la Armada de Flandes. Sólo consiguió que se aprobara una correría en la que una flota, entre dieciocho y veinte barcos, bajo el mando de don Lope de Hoces y Córdova, recorrió durante el verano de 1637 la costa de Francia con el apoyo de seis naves de la Armada.
Por lo general, estos proyectos de unión de una Armada regular y de naves corsarias presentaban muchos problemas: una preparación más compleja, la tendencia del corsario a actuar en solitario, las dificultades de un reparto justo del botín a causa de la cantidad de participantes y de los privilegios especiales de las Armadas Reales.
No por ello se desistió, tal como demostró Luis XIV en 1697 cuando conquistó Cartagena de Indias, que relato detalladamente en mi libro «El asalto de Cartagena de Indias».
La única propuesta que atrajo a la Corte de Madrid fue la de formar una escuadra de particulares apoyada por empréstitos reales. Vamos, una forma de lavarse las manos, pero participando en el botín.
En el momento en el que se concedía patente o licencia de corso a un bajel, éste quedaba sometido a unas leyes, es algo que desconoce la mayor parte de los lectores, porque asocia el término de corsario al de pirata.
El rey, a través de los consejos pertinentes, era quien concedía las patentes, decidía qué enemigos podían ser atacados, nombraba los ascensos a capitán para encuadrarlos en la Armada Real (en un barco corsario no había capitán, sino «cabo», es decir, persona que está al mando de la expedición pero sin rango fijo, ya que no estaban sujetos a la reglamentación militar) y resolvía los litigios de presas.
El juicio de presa era un juicio real con presencia del capitán corsario y los apresados. A todos se les tomaba declaración y se examinaba si el apresamiento había sido realizado de acuerdo con las leyes nacionales e internacionales. El juez dictaba sentencia: presa buena, se repartía el botín; presa mala, debían restituir lo robado y pagar una indemnización por los daños sufridos al armador. Contra la sentencia cabía el recurso de apelación.