LA BATALLA DE SIMANCAS.
Abderramán, convencido de la eficacia de un ejército grande a causa de la victoria obtenida en Pamplona y Zaragoza, convoca una guerra santa (yihad) a la que llamó Campaña del Poder Supremo o de la Omnipotencia, para destruir las dos fortalezas establecidas en la frontera occidental del Duero: Simancas y Zamora. El 29 de junio de 939 emprende la marcha hacia Toledo. Superada la Cordillera Central, el ejército asola los asentamientos cristianos que encuentran a su paso. Los exploradores dan aviso de los grupos de castellanos que se desplazan a lo largo del Duero para unirse al ejército de Ramiro II.
Abderramán envía en vanguardia a una parte de la caballería bajo el mando del señor de Zaragoza, que cruza el río Pisuerga al oeste de Simancas y sorprende a los cristianos que los esperaban más al sur. El ejército cristiano se repliega hacia la fortaleza, pero enseguida se organiza el contraataque y durante la lucha cayó el señor de Zaragoza sin recibir auxilio por lo que los cristianos lo apresaron sin dificultad.
Mientras tanto, el resto del ejército de Abderramán cruzó el río y se situó en la explanada. El miércoles, día 7, no presentaron batalla, pero el jueves se entabló y duró dos días sin ceder un palmo de terreno los cristianos. Las cifras que barajan los dos bandos reflejan la dureza de la batalla.
Abderramán se retira ante la imposibilidad de derrotar los cristianos y sigue con su ejército la ribera del Duero hacia tierras castellanas, perseguido a cierta distancia por el de Ramiro II. Ambas fuerzas eluden la confrontación abierta y mantienen pequeñas escaramuzas. Abderramán atacó a las pequeñas fortalezas cristianas como Haza, Caseta de los Moros, Castrejón y otras hasta que entró en un barranco en el que un ejército de esas proporciones no pudo maniobrar y fue abatido por los castellanos desde las alturas. El botín obtenido por los atacantes fue cuantioso, incluyendo los enseres del propio Abderramán. El ejército, derrotado, regresó a Córdoba el 14 de septiembre y el califa tomó revancha entre los caballeros de su tropa, un horrible espectáculo que quedó recogido en los relatos de sus cronistas. No volvió a reunir ningún gran ejército y se limitó a hostigar las aceifas de grupos para asolar los campos y sembrar el miedo.