En el valle del Marne, en Epernay, Champagne-Ardennes, se encuentra la abadía benedictina de Hautvillers que se hizo célebre por conservar los restos de Santa Elena, madre del emperador romano Constantino.
Formaba parte de la congregación el monje Dom Pierre Pérignon (1638-1715) que desempeñó la función de abad desde 1668 hasta su muerte en 1715. Pérignon seleccionó las mejores parcelas, perfeccionó los métodos de trabajo y mejoró la técnica que ya existía de la época romana. Escribió las reglas para producir vino: «El arte de tratar bien la viña y el vino de Champagne», que publicó en 1718 el canónigo Godinot.
El problema al que se enfrentó Pérignon fue cómo conservar las burbujas del vino para poder comercializarlo. Las botellas eran de cristal fino y de baja calidad por lo que estallaban con facilidad a causa de la alta presión; los tapones eran tacos de madera cubiertos de esparto aceitado por lo que era imposible evitar que el gas se escapase.
Tras años de pruebas encontró un vidrio inglés que le sirvió, al ser más grueso adquiría el tono verdoso; y descubrió el tapón de corcho gracias a los peregrinos españoles que tapaban sus cantimploras con ellos. El tapón de corcho, una vez hervido y aún caliente, se introducía en el cuello de la botella, se sujetaba con alambres y, cuando se enfriaba, recuperaba su volumen y sellaba la botella.
El problema de los posos no se resolvió hasta que la viuda de Clicquot inventó un «pupitre» para colocar las botellas hacia abajo para que los posos quedaran en el corcho, se cambiaba el corcho y listo.
En la época de Luis XIV, que nació y murió en los mismos años que el monje, este vino gozó de una gran aceptación y se pedía como el vino del padre Pérignon.