El título de la novela y la trama se deben a la curiosa historia de un cuadro: Santa Casilda de Francisco de Zurbarán. Este lienzo, que hoy forma parte de los fondos del Museo del Prado, se cree que, por sus medidas —184×90— y su temática, pertenecía a una serie de santas que pintó el maestro para el Hospital de la Sangre de Sevilla y que formó parte del pillaje napoleónico.
Desapareció del hospital y se desconoce el paradero hasta que reaparece inventariado en 1814 en el Palacio Real, en la Sala de la Chimenea. En 1828 pasó a formar parte de la colección del Museo del Prado.
Era costumbre en el siglo XVII que las jóvenes de la alta sociedad sevillana desfilaran en las procesiones con los atributos de santas. Zurbarán retrató a algunas de estas jóvenes, de ahí la riqueza de los ropajes y de las joyas con las que se engalanaban y que pregonaban la importancia de la familia, para una serie de cuadros que le habían encargado para el hospital con unas medidas específicas. Por esta razón, se sabe que el lienzo de Santa Casilda sufrió, en algún momento, un percance, pues ha perdido más de diez centímetros en el ancho del margen izquierdo.
Debo señalar, que la santa del retrato, al que hago referencia en la novela, estuvo identificada como Santa Casilda hasta fecha reciente en la que han considerado que es mucho más probable que se trate de Santa Isabel de Portugal —título con el que figura actualmente—. Cuando Zurbarán representa a la joven princesa mora, la pinta muy joven, casi niña con cabello suelto sujeto por un hilo de perlas (Santa Casilda, colección particular, museo de Thyssen). Por el contrario, la santa del Museo del Prado es una dama de más edad y de porte majestuoso, viste atuendo áulico y lleva una corona real.
La confusión se debe en parte al «milagro de las rosas» común a santa Isabel de Portugal, a santa Casilda y a san Diego de Alcalá,
Historia de santa Casilda.
Santa Casilda era hija de un emir árabe de Toledo, allá por el siglo XI. Convertida al catolicismo en secreto, suministraba alimento y consuelo a los prisioneros cristianos. Algún envidioso la delató ante su padre y éste interceptó su paso y le exigió que le mostrara lo que llevaba escondido entre los pliegues de la falda: los alimentos se habían trocado en rosas. Tiempo después, la joven cayó enferma y el emir pidió permiso al rey cristiano para que dejara pasar a su hija, con un pequeño séquito, al famoso pozo de San Vicente en Briviesca, donde se bañó y se curó. Casilda, agradecida, se quedó a vivir cerca de allí como eremita hasta su muerte.